Hace 70 mil años, un simio omnívoro de Africa experimentó una revolución cognitiva, causada quizás por mutaciones genéticas accidentales. Pequeños cambios en el cerebro le permitieron nuevas maneras de pensar y comunicarse. El Homo sapiens se diseminó por los cinco continentes y en el proceso exterminó a otros seres humanos, como los neanderthales, y a la mayor parte de los grandes mamíferos y aves que no vuelan. Hace 12 mil años, empezó la segunda gran revolución de nuestra especie: la agrícola. Puede que el acuerdo fáustico entre los humanos y los granos haya sido el peor error que hayamos cometido, pues generó una explosión demográfica, elites consentidas y enorme sufrimiento en masas infinitas de campesinos y animales de cría. Creamos órdenes imaginados y diseñamos escrituras, con esos dos inventos llenamos las lagunas que habían dejado nuestra herencia biológica. Creamos instintos artificiales que permitieron que millones de extraños cooperaran de manera efectiva (esa red se llama ‘cultura’). Hace 500 años, estalló la tercera revolución: la científica. El descubrimiento de la ignorancia desató un crecimiento vertiginoso y sin precedentes del poder humano. Tres inventos (el dinero, la religión y los imperialismos) hicieron que la historia se desplazara implacablemente hacia la unidad. Hemos conquistado el planeta y los adelantos tecnológicos permiten inferir que la muerte de cada persona no es ya un destino inevitable sino simplemente un problema técnico. Tal vez, en 2050 ya existan humanos ‘amortales’. Lo cierto es que la humanidad alcanzó tan pronto la cima (70 mil años no es nada en tiempos biológicos) que no tuvimos tiempo de adaptarnos. Somos criaturas llenas de miedos y ansiedades acerca de nuestras posiciones; no se olvide que éramos los desvalidos de la sábana. Somos el terror de los ecosistemas.
El párrafo anterior, aunque algo extenso, resume (y simplifica) la visión de uno de los libros más vendidos de este siglo. De animales a dioses. Breve historia de la humanidad (Debate, 493 páginas), un ensayo fascinante que elevó a la fama al profesor israelí Yuval Noah Harari [de la Universidad Hebrea de Jerusalem] y cuyos hallazgos desafían a la sabiduría convencional. Es que, en lugar de ceñirse a los relatos individuales, el historiador piensa los macroprocesos desde las estadísticas de masas. El darwinismo y la psicología conductivas son sus herramientas formidables.
El ensayo, entregado por primera vez a la imprenta en 2013, respeta a pie juntillas la triple demanda del género: brevedad, claridad y tono conjetural. En líneas generales, resulta convincente y entretenido.
Además de las tres revoluciones mencionadas (cognocitiva, agrícola, científica-industrial) el lector hallará fascinantes ramificaciones como el problema de la felicidad en la sociedad moderna, el secreto del éxito de los holandeses en el siglo XVI, el problema del mal en los monoteísmos o la importancia de la calificación crediticia para una nación, entre otras decenas de subtemas atractivos. Pero vayamos a un tema de actualidad.
El profesor Harari destaca que en el siglo XXI la violencia internacional ha caído al nivel más bajo de todos los tiempos. Lo atribuye a la acción omnipresente del Estado y a que el Imperio global está controlado por élites (políticos, empresarios, influyentes) amantes de la paz kantiana. Las pocas guerras de nuestro tiempo ocurren en los lugares en los que la riqueza es riqueza material a la vieja usanza, como el petróleo de Iraq o los cereales y minerales de Ucrania. Agresiones como la invasión rusa de 2022 nos conmueven tanto porque la mayoría de los seres humanos ni siquiera pueden imaginar una guerra como la que vivieron nuestros abuelos.
Es decir, para Harari la humanidad ha logrado romper la ley de la selva. ¿Cómo entender entonces al zar Vladímir Putin, odioso criminal de guerra? ¿Una excepción o una reversión? Bueno, en la perspectiva del catedrático de la Universidad Hebrea de Jerusalén la historia no es determinista (cada punto es una encrucijada) y el orden social se encuentra en estado de flujo permanente. Más aún, no hay ninguna prueba de que las personas se hayan vuelto más inteligentes con el tiempo.
No sabemos pues si esta notable caída de la violencia internacional que venía gozando nuestra generación (con dolorosas excepciones, claro) es un cambio fundamental de las corrientes de la humanidad o un remolino efímero de buena fortuna. “La historia no ha decidido dónde terminaremos y una serie de coincidencias todavía nos pueden enviar en cualquiera de las dos decisiones”, escribió casi al final del libro. Por eso, colegimos en esta columna, es crucial que Putin no se salga con la suya.
La evolución, que no tiene propósito según Harari, nos moldeó de tal forma para pensar que la gente se divide entre nosotros y ellos. Estamos programados para elegir comunidades imaginadas. La que incluye la democracia, la economía de mercado y la paz universal, es seguramente la mejor de todas. Las comunidades putineras son abominables.
Por Guillermo Belcore, La Prensa (Argentina)